A la casita
- Ahena Ayala
- 28 may 2016
- 2 Min. de lectura
Para mi hija
“Aquí está la comida, mi amor”. “Muchas gracias, cielito”. Ambos saben su diálogo, lo repiten todos los días. Meloso y sobreactuado, tan inverosímil como las peores novelas de la televisión. De ahí lo aprendieron.
“¡Esto no se puede comer!, ¡inútil, hazme otra cosa!” Avienta la comida al piso. El ama de casa prepara rápidamente una alternativa aceptable. Él enfurecido, ella al borde del llanto, cada quien desempeña el papel con maestría. Lo aprendieron en sus respectivos hogares. Los gritos despiertan al bebé, lo que aumenta el coraje de él y la desesperación de ella.
Llegan los compadres de visita. Los hombres en la sala ven la tele, hablan de lo pendejos que son los integrantes de la selección y de lo buena que está la nueva vecina, de las ganas que le traen. Lo dicen con las palabras que se aprenden en la calle, las que no dicen enfrente de la abuela, pero sí de los hombrecitos de la casa, ahí están acompañando a sus padres. Las mujeres en la cocina preparan café, se quejan de sus maridos. Una planchando apurada, intercalando sollozos con maldiciones, la otra haciéndole compañía arrullando al bebé.
La mujer sirve, sin querer, un café muy amargo, se envalentona por la presencia de las visitas y contesta de mal modo “¡pues si no te gusta ve y prepárate otro!”. El hombre se contiene y la manda de regreso a la cocina. Pero no lo olvidará.
Cuando se van las visitas el hombre arrastra a la mujer hasta su habitación, la lleva del cabello, a bofetadas. Los niños se encierran en el cuarto con el bebé, no dicen nada, lo hacen callados y de prisa. Han aprendido bien la rutina.
Justo antes de la paliza suena el timbre, ya es hora de volver a clases. Las niñas levantan sus muñecos y los sacuden. Los niños ayudan a vaciar la comida de tierra de los trastecitos. Eso no sé de dónde lo aprendieron.
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