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Mi cariñito

  • Israel Martínez López
  • 15 nov 2017
  • 2 Min. de lectura

¡Amiga, hay que ver cómo es el amor!

José José, Gavilán o Paloma

Era un ángel. Cuidó de Manuel hasta el final. No sólo lo cuidó, lo amó hasta su último aliento.

Manuel yacía postrado en su cama, dentro de su cuarto idílico en la colonia Doctores. Abajo se encontraba la tienda de abarrotes que atendían los dos con mucha felicidad, antes de que la cirrosis atacara a Manuel. El exceso de caguamas hizo que su vida se acabara de un trago. Pero estaba feliz cuando tomaba muchos grados de Victoria junto a ese ángel.

Y fue un ángel al cerrarle los ojos. Recordaba el primer día que se vieron. Sábado de «Camisetas Mojadas» en el mismo bar de siempre. Manuel iba distraido y salió del antro. Caminó bajo las estrelladas calles de la Zona Rosa y entró en una pequeña fonda de la calle de Génova. El flechazo fue inmediato. Bajo la voz de Pedro Infante comenzó el amor. Sus miradas se vieron como un espejo. Ese ángel ahora sabía que si vivía cien años, cien años iba a pensar en Manuel.

Pero se vino el caos cuando avisó de la muerte de Manuel. La familia de su amor lo odiaba. Se creyó que ese pobrecito ángel lo había matado. Pero no fue así, porque lo amaba con una gran profundidad.

Tomó valor y salió del cuarto para que se llevaran el cuerpo de Manuel. Tenía que ser fuerte. Sí, su amor había muerto, pero el recuerdo era perpetuo.

Después de que se llevaron el cuerpo, el ángel colgó un moño negro en señal de luto en el dintel de la puerta. Trataba de ser fuerte, pero un envase de caguama le hizo recordar a su amado. Se acostó en la misma cama en donde Manuel entregó el espíritu. A lo lejos, un disco pirata cantaba, en la voz de los Ángeles Azules, A mi manera. Esto provocó el eco de las lágrimas del ángel. Se quedó dormido, ahogado por el dolor de la caguama. No fue a la misa de cuerpo presente.

Estrepitosamente se despertó, mientras abrazaba la almohada de Manuel. Con cara de cruda y sin bañarse corrió a darle su último adiós a su amor en el panteón. Llegó cuando comenzaba a llover tierra sobre el ataúd de Manuel. La viuda vio llegar al ángel y pidió que se fuera, que respetara el dolor de la familia.

Salió del panteón comiendo sus lágrimas.

En la noche volvió con una pesada borrachera. Cantaba con un desafinado sonsonete: «¡Ay, qué dichoso soy, con él soy feliz!». Se puso a los pies de la tumba de Manuel y se tiró a llorar. Los recuerdos se arremolinaban entre el pesado y ahogado llanto que cubrían los truenos.

Metió su lodosa mano en una bolsa de su percudido pantalón y sacó un gis. Se secó las lágrimas que cubrían su bigote y barba que tantas cosquillas le causaban a Manuel. Ángel, que era su verdadero nombre, comenzó con el gis a escribir sobre la cruz de la tumba de Manuel:

Aquí yace el amor de mi vida:

el hombre que me hizo hombre,

mi cariñito que tengo aquí.



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