Nubes bajas
- Gustavo De La peña Aviles
- 15 nov 2017
- 2 Min. de lectura
Nunca había escuchado el estallido de una bomba, pero esa tarde hubiera jurado que un bombardeo tenía lugar en el interior de la sierra.
Las gotas se apresuraban a caer en los charcos de lodo, descolgándose de las vigas del techo. Pilar se acercó al marco de la puerta y de un solo brinco regresó a su lugar al sentir que el trueno la regañaba, gritándole con su imponente voz que hacía eco en el cielo lleno de nubarrones.
Los estruendos se perdían entre el viento frío y seguían cayendo, unos más fuertes que los anteriores, pero sin desafinar la sinfonía tormentosa que no parecía tener principio ni final.
Una centella cruzó por las pupilas de Pilar, que de inmediato cerró sus parpados.
Los truenos no sólo hacían eco en el cielo, también se deslavaban en los adentros de Pilar. Lo sintió en su pecho, que como dos montes se partían, quebrando rocas y troncos, llevando entre el agua los gritos de los rancheros que arreaban el ganado y los murmullos de las mujeres que pedían piedad al Señor para que detuviera la vorágine.
Dentro de ella también sintió los tallos rotos de la hierba silvestre, los pétalos rosas de los San Migueles que trataban de flotar en el suelo encharcado. Como si fuera su propio miedo, sintió el temor del grupo de hormigas que se escondió en un rincón del hormiguero.
Pilar detuvo los sentidos de su pecho un momento para llevar su mirada al patio, donde permanecía un frasco de vidrio amarrado con alambres a un par de varas de palo de arco. Estaba medio lleno, y de esto daban legalidad las rayas y números que le indicaban a Pilar la cantidad de lluvia que había caído.
Por eso era conocida, por ser la que llevaba las mediciones del agua en el rancho, ella cuantificaba los chubascos y lloviznas. Pacientemente, como siempre, esperaba a que el agua cayera en el interior del recipiente, para después, al terminar las tempestades, dar a conocer las cifras a los vecinos. Pilar gustaba de beber el agua que se había acumulado en el vaso de vidrio, y que en el fondo llevaba inscrito “Visión”.
Pero esa tarde, Pilar supo que no bebería el agua, tampoco les diría la cantidad de mililitros de lluvia a los vecinos, ni sentiría el aprisionante calor al salir el sol.
Esa tarde hicieron falta cien frascos, mil rayas de medición, un millón de arcas de madera, pero bastó tan solo una Pilar, mal apodada Pilar la Lobo, para saber que tras la cortina de truenos, nunca más volvería a salir el sol, ni los rancheros llevarían su ganado a campear. Pilar supo desde que la centella cegó con un manto blanco a sus ojos, que el agua los tragaría a todos.
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