Lectura en el abismo
- Israel Martínez López
- 15 nov 2017
- 2 Min. de lectura
Pocas son las veces que la soledad se puede sentir y escuchar a un volumen muy alto, mezclada con el silencio, que es como el susurro de un cuchillo acariciando la piel. Así es la poesía de Si miento sobre el abismo, poemario de Mónica Zepeda.
Sonido interno, que resuena en la sima del abismo, es cada verso, cada sílaba que contiene su propio ritmo. No sólo son poemas que despliegan la soledad, sino son el espejo de lo interno.
Al leer los versos se recuerda la soledad de Emily Dickson y la eterna de Sylvia Plath, pero la oscuridad es otra, es como pequeña veladora al fondo del armario. Difiriendo un poco del prólogo del poemario, Mónica Zepeda no es agua como Woolf o Storni, pues la lírica de Mónica “no es orgullo, es miedo”.
Pero además es esa bella parte de la vida al estilo de Cioran. Es, al igual, la esencia del existir, ese rito de las contrapartes que postula Giordano Bruno. El rito del erotonatismo puro que se respira cuando el Yo lírico de Si miento sobre el abismo asegura que “La enfermedad/ es mi mejor amiga,/ a ella le confieso que/ mi único deseo/ por la muerte/ es carnal”.
Si miento sobre el abismo también es una letanía, es como un rosario fúnebre. El interludio del poemario desgarra, es como un ladrillazo en la cabeza. Es el constante monólogo de recuerdos, como la voz de la novela Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes.
Mónica Zepeda es una poeta que no sólo nos muestra su verdad, nos deja sentirla. En cada verso se desmorona su existencia y sentimos la caída cuando “[…] toma dos instantes/ el tropiezo”. Pero es una caída con ritmo y métrica, una caída que nos hace llegar hasta el punto final. Una caída sangra profusamente con el tiempo, pero no se desangra “como el cemento de mi sepulcro”.
Si miento sobre el abismo es un grito poético, es una oda elegiaca al tiempo, al amor, al pasado. Es un poemario imperdible que los ojos deben leer para sacrificar el alma.
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